Como una plaga que viaja kilómetros con su mensaje destructor, así Richard Hickock y Perry Smith llegaron a una granja en un pequeño pueblo estadounidense para asesinar a toda una familia a cambio de unos prismáticos, un aparato radiofónico y cuarenta dólares
En 1959, Richard Hickock y Perry Smith purgaban condena en la prisión estatal de Kansas City, Estados Unidos. Hickock había sido culpado de librar cheques sin fondos, de cometer fraudes menores y por pederastia. Smith, un individuo casi iletrado, estaba a semanas de terminar una condena por robo a mano armada. Sin embargo, una conversación con otro recluso, Floyd Wells, cambió el curso de la vida de los dos presos, de la historia del crimen de la Unión Americana y del periodismo mundial.
Wells les explicó que conocía a un granjero de Holcomb que guardaba una fortuna en la caja fuerte de la casa. “¿De cuánto estamos hablando?”, preguntó uno de ellos. “De diez mil dólares”, respondió Wells, quien añadió que el apellido del granjero era Clutter.
En cuanto Hickock y Smith estuvieron libres, decidieron visitar la granja de los Clutter, obtener los diez mil dólares y marcharse a México, donde llevarían una vida de sibaritas.
Herbert William Clutter, de 48 años, carecía de fortuna y, por lo tanto, de diez mil dólares. De hecho, la casa que habitaba en ese momento con su mujer Bonnie y sus hijos Kenyon y Nancy no tenía caja fuerte. Era, asimismo, un hombre respetado en Holcomb, que había presidido la Confederación de Organizaciones Granjeras de Kansas y había sido miembro del Comité de Créditos Agrícolas. Devoto religioso, Clutter era un enemigo declarado del alcohol, al grado que no contrataba en su granja a trabajadores que bebieran.
En cuanto a Bonnie Clutter, la esposa de Herbert, tenía algunos meses de no participar en las labores de la casa, pues una depresión la había postrado en cama.
Ese fue el escenario que encontraron Richard Hickock, de 28 años, y Perry Smith, de 31 años, la noche del sábado 14 de noviembre de 1959, en la granja de los Clutter, quienes fueron sorprendidos mientras dormían. Para buscar con tranquilidad la caja fuerte y los diez mil dólares, los intrusos ataron y amordazaron a la familia.
Después de buscar por toda la casa, los intrusos comprobaron que la información proporcionada por su compañero de prisión era equivocada o falsa y, para no dejar testigos, asesinaron a sus cuatro rehenes.
La noticia del asesinato, publicada en un medio local de Kansas, estaba destinada a olvidarse en unas cuantas semanas, de no ser porque la revista Times la replicó en una nota a una columna, la cual, pese a su brevedad, relataba los asesinatos y la búsqueda de los criminales, con ese estilo seco y desparpajado propio del periodismo estadunidense. El título de esa pequeña nota era contundente: “In Cold Blood” – A sangre fría.
La historia, y sobre todo el título, interesaron a William Shawn –editor de la revista The New Yorker entre 1952 y 1987—, quien no sólo pensó en contar lo no contado de esa historia sino en reflejar cómo había golpeado tanto horror en un pueblo quieto y tranquilo de Kansas. Shawn era un hombre peculiar, que compraba artículos a manos llenas, aunque no siempre los publicaba. Asimismo, su staff de articulistas presumía oficinas y salarios nada despreciables incluso si producía poco para la revista. En esa plantilla figuraba un periodista que, para Shawn, era el ideal para escribir el artículo de la masacre: Truman Capote, que a los treinta y cinco años era ya un escritor famoso, considerado uno los niños terribles de la literatura estadunidense, y que, coincidentemente, se había sentido atraído la columna de la revista Times, “In Cold Blood”. Capote no lo sabía en ese momento, pero, pasado el tiempo, titularía así, In Cold Blood, su obra más famosa, la que creó un género nuevo en la narrativa literaria y periodística: la non fiction.
Cuando Shawn comunicó su idea a Capote, este de inmediato comenzó a idear su reportaje, el cual debía retratar el ambiente de Holcomb al momento del asesinato masivo. ¿Pero, cómo hacerlo desde Nueva York? Su amiga, la socialité Slim Keith, icono de la moda en los años 50 y 60, estuvo de acuerdo en que desde la ciudad de los rascacielos no lograría nada, por lo que le aconsejó: “Truman, haz lo más fácil: ve a Kansas”.
Mientras tanto en Holcomb la policía daba palos de ciego: cuatro asesinatos simultáneos y tanta violencia invertida por los criminales eran inusual en un lugar cuyos delitos se limitaban a robos de bicicletas de niños, riñas en algún bar, abigeato en muy pequeña escala. Lo que más intrigaba a las autoridades era la aparente falta de motivo. Lo que era un hecho es que los asesinos no eran de pueblo, lo que agregaba conjeturas al caso.
Floyd Wells, el compañero recluso que había convencido a Hickock y a Smith sobre la existencia de la caja fuerte y los dólares, propuso un trato comercial a las autoridades de la prisión: les indicaría quiénes habían matado a los Clutter a cambio de una suma de dinero. Por supuesto, el director de la prisión no aceptó el trato y Wells tuvo que soltar la lengua de todas formas. Con el nombre y apellido de los sospechosos, las fotos de prisión y el posible escape de estos a México, la policía capturó, el 30 de diciembre de 1959, a los delincuentes en la frontera México-Estados Unidos.
En los interrogatorios, Perry Smith admitió que él había apretado el gatillo de las escopetas y rebanado la garganta de Herbert Clutter. Pese a esa declaración, Smith y Richard Hickock subieron al patíbulo cinco años y medio después en la prisión de Lansing, Kansas.
El joven maravilla
A los diecisiete años, Truman Capote –cuyo verdadero nombre era Truman Streckfus Persons, el apellido Capote lo tomó de su padrastro cubano— era el reportero más joven del The New Yorker. A los veintitrés publicó su primer libro, Otras voces, otros ámbitos, con el que se enamoró del mundo literario.
Truman Capote llegó a Kansas en compañía de la escritora Harper Lee, quien en 1960 ganó el premio Pulitzer con su novela corta Matar un ruiseñor. En ese momento, Lee era más escritora que Capote, pero no tuvo problema para ponerse a las órdenes del extravagante joven, quien nunca dio el crédito que Lee merecía en la construcción de A sangre fría. Prueba de lo anterior fueron las declaraciones de Capote en 1966. “Me hizo compañía mientras senté base allí [Kansas]”, señaló. “Estuvo conmigo unos dos meses. Hizo varias entrevistas; tomaba sus propios apuntes. Yo los consultaba. Fue una gran ayuda en el comienzo, cuando no avanzábamos demasiado con la gente del pueblo. Se hizo amiga de las esposas de la gente que yo quería conocer, de los asistentes a misa. Un diario de Kansas indicó que todos cooperaron maravillosamente porque yo era un escritor famoso. La realidad es que no había ni una sola persona en el pueblo que hubiera oído hablar de mí”.
Seis años tomó la investigación de Capote en Kansas para escribir A sangre fría, una reconstrucción dramática, cruda, en la que los asesinos de los Clutter siempre están presentes como una sombra ominosa, aunque no siempre se les mencione. Las entrevistas que el escritor hizo a Hickock y Perry, sirvieron para humanizar a unos predadores que, de cualquier forma, van a morir, cosa que sucedió el 14 de abril de 1965. Capote estuvo presente en la ejecución de este par de hombres que nacieron con la brújula descompuesta.