POR José Luis Durán King
El médico de la peste aparecía en escena una vez que los pueblos acumulaban decenas de víctimas a causa de la enfermedad. El pueblo pagaba su salario, por lo que este personaje debía atender a todos los vecinos de la comunidad, sin importar que fueran ricos o pobres
La peste negra fue una de las infecciones bacterianas más devastadoras de la historia de la humanidad, la cual afectó a Eurasia en el siglo XIV y alcanzó un punto máximo entre 1347 y 1353, aunque ahí no se detuvo. ¿Cuántas personas murieron en esa época oscura? Es casi imposible conocer un número exacto, pero modelos contemporáneos calculan que fueron entre 80 a 200 millones en Eurasia y África del Norte (Eurasia es el área continental más grande de la Tierra y comprende toda Europa y Asia. Es, asimismo, un término que define la zona geográfica sobre la placa tectónica euroasiática, que se extiende desde España hasta China). Es decir, los especialistas especulan que provocó la muerte de entre 30% y 60% de la población de Europa, aunque un tercio es una conjetura muy optimista. En cuanto al origen de la peste, los investigadores están de acuerdo en que fue un brote causado por una variante de la bacteria Yersinia pestis.
La enfermedad, como siempre sucede en episodios de calamidades, alentó odios enconados de nuevo y viejo cuño, así como curanderos y charlatanes, estos al por mayor. También vio el surgimiento de valientes individuos a los que se les llamó “médicos”, aunque en muchos casos estaban muy lejos de serlo. Sí los había, pero eran estudiosos de la medicina que no habían llegado a la otra orilla en su profesión. Sin embargo, el gran común denominador que unía a legos y galenos de segunda era su necesidad económica y su valor para tratar a las personas infectadas.
“El médico de la peste”, como se denominó a estos caballeros, aparecía en escena una vez que su contratación había sido consensuada por las autoridades de los pueblos que acumulaban decenas de víctimas a causa de la enfermedad. El pueblo pagaba su salario, por lo que este personaje tenía el deber de tratar a todos los vecinos de la comunidad, sin importar que fueran ricos o pobres.
Y lo cierto es que la gente de los pueblos no ponía muchos remilgos: un médico de la peste representaba en esos momentos de dolor e incertidumbre al menos el intento ya sea de salvar una vida o de evitar el contagio a los seres queridos. Médicos municipales o médicos comunitarios sustituían al profesionista experimentado, quien, como buen conocedor de los estragos del mal, prefería huir junto con su familia a lugares donde el clima no estuviera enrarecido por el mal aliento de la muerte.
Aunque no era la intención, la llegada de los médicos de la peste a una región causaba espanto. En primer lugar, porque la gente confirmaba que el mal asolaba su comunidad. En segundo, por los trajes que estos empíricos vestían: “La nariz era de medio pie de longitud, con la forma de un pico, rellena de perfume con sólo dos agujeros, uno en cada lado, próximos a los orificios nasales, pero que bastaban para respirar. Bajo el abrigo vestimos botas hechas de cuero marroquí (cuero de cabra), pantalones de piel fina que están amarrados desde el frente a dichas botas y una blusa de piel fina y manga corta, cuyo extremo inferior se introduce en los pantalones. El sombrero y los guantes también están hechos de la misma piel… con lentes sobre los ojos”, según señala un testimonio de la época rescatado por Michel Tibayrenc en su libro Encyclopedia of Infectious Diseases.
El término “peste negra” se debe a las manchas, bubones y al aspecto producido por la gangrena en los dedos de manos y pies del enfermo. La connotación de pestilencia se refiere a los hedores que emanan al estallar los bubones y ganglios linfáticos. De acuerdo con los testimonios de la época, el surgimiento de dichos bubones y de las manchas negras terminaba con la muerte del paciente en la inmensa mayoría de los casos. Desde notar los primeros síntomas hasta producirse la defunción pasaban cinco días habitualmente.
Médicos de la peste hubo muchos, pero quizás el más destacado es Michel de Nôtre-Dame (Nostradamus), mundialmente conocido por su obra Les Propheties, aunque su labor humanitaria supera por mucho su papel de profeta.
Su quehacer sanitario Nostradamus lo desempeñó en Francia después de que su primera esposa y sus dos hijos fallecieran en 1534 a causa del mal. Médico, alquimista y adivino, Nostradamus nunca portó la atemorizante máscara de pico de cuervo. Se limitó a cubrirse la nariz con su capa y a dar consejos que resultaron de gran eficacia, por ejemplo, cremar los cuerpos infectados y echar en la misma hoguera la ropa de los enfermos; ventilar las habitaciones, sobre todo las que habían sido ocupadas por los enfermos; pintar con cal las paredes; tomar agua hervida, y no sangrar a los pacientes bajo ninguna circunstancia.
La madrugada del 2 de julio de 1566, un ataque cardíaco segó la vida de Nostradamus. Su epitafio dice lo siguiente: “Aquí descansan los restos mortales del ilustrísimo Michel Nostradamus, el único hombre digno, a juicio de todos los mortales, de escribir con pluma casi divina, bajo la influencia de los astros, el futuro del mundo”. Es una lástima que en esa proyección de la piedra al futuro no haya quedado registro de su valiosa y noble tarea como uno de los mejores, si no el más grande, médico que enfrentó a la muerte en su disfraz de peste.
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